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El Faro de Moher

Narra en este cuento la vivencia de una familia en irlanda, una familia con todos sus obligaciones y enseñanzas hace que nos cautive con su inocencia y su magia.


Hola!, soy una torre llena de ladrillos y cemento llenos de mucho abandono y de años que sucumben dentro de mi sentir, como la indiferencia de muchos que solo me ven como un atractivo turístico de la bahía Irlandesa de Moher.

Un faro Bicolor, pequeño y discreto observaba tímidamente todos los días las aguas bravas del Acantilado de Moher, como si mirase al horizonte asomado desde un balcón.

No le daba la bienvenida a los pequeños armarios de madera que imponentemente cerca de la costa, en medio del vaivén de las olas, como alguno de sus compañeros, no; él aparecía colgado de una pequeña elevación del terreno en la punta de un cabo que cerraba la bahía.

Sin embargo cuando había temporales, el agua llegaba hasta él golpeándolo y azotándolo de tal manera que solo su cascaron bicolor retornaba a su limpieza externa y estaba cansado de aguantar sus embestidas, que marchitaban continuamente sus lados: en invierno las tormentas y truenos, y en verano las galernas. Eran estas la naturaleza que más le asustaban.

El viento, que acechaba casi repentinamente, empezaba como una fresca y tierna brisa, hasta que se convertía en un huracán imperioso; entonces todas sus paredes crujían bajo su fuerza y temía desmoronarse en cualquier momento, como cuando un niño construye un castillo de arena y este se desmoronase o el hombre necio su casa en la roca construyo…

La humedad se introducía entre sus vigas y ladrillos y, de vez en cuando, sufría de artritis. Solo su escalera de caracol se mantenía fuerte, aunque se tambaleaba desde el primer peldaño hasta el último, como hacen las palmeras cuando son movidas por el viento.

En la torre estaban las dependencias en donde vivía la familia del farero: Luis y Mariana con sus dos hijos Marco y Charito. Luis cuidaba del faro, lo limpiaba, bruñía la escalera de caracol para que estuviese perfecta y lo mantenía siempre encendido, iluminando la bahía cuando la noche era tan oscura, que las miradas de los marineros buscaban desesperados encontrarse con su pequeña luz, representativa y señal de que ya estaban en casa.

Entonces, cuando algún barquito se aproximaba a la orilla guiado por él, todos sus sufrimientos se sentían recompensados de ver llegar a casa a sus conciudadanos de la bahía. Antes, lo encendían con leña, después llegó el petróleo y por último lo electrificaron. Ahora siempre estaba más limpio y tosía menos. Por amor a su escultura y modernidad que pasaba según los años y épocas daba signo se sentirse casi perfecta, Pero de todas formas, él se sentía viejo y sin fuerzas. Había conocido varias familias de fareros, pero afirmaba que a la que más había querido de todas era a la de Luis.

-Papá, esta escalera de caracol es mágica, en un momento subo desde el suelo hasta el cielo- decía Charito a grito pelado mientras se asomaba desde el balconcillo que rodeaba la linterna.

-Es más divertido bajar que subir- le replicaba Marco deslizándose por la barandilla a una velocidad muy peligrosa para un niño tan pequeño.

-¡Te vas a matar! Le gritaba su madre.

- ¡Luis! tienen que prohibirles que hagan eso. Como sigan desobedeciéndome, me marcho a vivir al pueblo; no puedo estar con el corazón encogido continuamente.

La madre daba todo por sus hijos y el bienestar de su familia, sin embargo no podía tolerar tales comportamientos que podrían afligirla y llevarla a la desesperación de que si algo ocurriese en un minuto de distracción.

Luis se divertía viendo a sus hijos deslizarse por ella; era la única distracción que tenían, no contaban con muchos materiales de diversión, ya que eran muy pobres y se encontraban tan apartados de la ciudad. Su pequeña casita junto al faro era su bendición, como aquella luz que esperaban tener siempre o como si una vela en medio de un apagón que nunca se ira y menos se consumirá la cera. Las voces de los pequeños alegraban sus paredes y se elevaban por la torre, sus células se cargaban de entusiasmo desde la raíz del pavimento hasta la punta, como los insectos suben por los árboles. Un día, de repente, un golpe tremendo contra el suelo cambió las risas de los niños por un grito desgarrador, desesperante, después un leve quejido y por último el silencio.

Luis y Mariana habían ido al pueblo a por alimentos para la semana. Nunca dejaban a los niños solos, pero aquel día se decidieron a hacerlo: Marco un pequeño y diminuto niño. Al llegar, les esperaba Charito en la puerta con los ojos enrojecidos por el llanto, la cara pálida y el miedo por lo que sus padres reaccionarían con ella: -Marco, no se mueve, decía a sus padres. Creo que se ha muerto por que no respira, le rocié agua al rostro pero no sé qué le pasa. – exclamo a su madre mirándola a los ojos que empezaba a derramar lagrima también.

El pequeño faro- lleno de terror- escuchó una frase que le llenó de esperanza: luego de unos minutos…

-Todavía respira, vamos rápido al hospital, gritaron Luis y Mariana mientras llevaban el cuerpo del niño en sus brazos. Después de lo que había sufrido aquella mañana, estaba muy triste; en cierto modo se sentía culpable de lo sucedido, así que aquel día, poco a poco se fue apagando, hasta que dejó de alumbrar la pequeña bahía.

Pasaron unos meses que a nuestro amigo se le hicieron eternos, pero una mañana, Marco y Mariana aparecieron por allí, caminando por el estrecho: volvían a por sus pertenencias. Mariana ya no quería vivir en ese lugar, ya que le traía malos recuerdos. A partir de aquel suceso se habían instalado en el pueblo de ajunto. Luis abrió la puerta de la torre y, un torrente de vida entró de golpe en el edificio; dentro se volvieron a escuchar risas: eran Marco y Charito; ¡el niño vivía! solo había perdido el conocimiento con el golpe.

La alegría que sintió nuestro amigo fue enorme tan inmenso que se estremecía. Las manos de los niños volvieron a acariciar la barandilla de la escalera alicaída y el faro vibró de felicidad al sentirlos ¡no le guardaban rencor! Cuando sacaron todos los paquetes y se cerró la puerta por última vez, el farero miró a su amigo de muchos años y lloró. El pensar que nunca retornarían y ni le dieran importancia como siempre lo había hecho Luis y los niños eran terrible, solo se transformaría o lo quitarían de allí como una especie de muro mal ubicado o un estorbo que no tendría vida jamás.

Pasaba el tiempo ya iba casi un año y, los habitantes del pueblo reclamaron a las autoridades portuarias, dentro de la costa de Moher, la construcción de un faro más moderno, con nuevos atractivos y con toda la tecnología que requerían los nuevos tiempos ¡Por fin le dejarían descansar para siempre! Ya nadie le visitaba, sólo Luis, de vez en cuando, subía a verle; abría la puerta y las contraventanas de la torre y, el sol entraba a raudales calentando la vieja construcción que en algún momento sentía que le pertenecieron a él, y a su familia, ni siquiera a la ciudad donde imperaba su luz brillante para con los habitantes de la bahía.

-Te echo de menos viejo amigo, le decía mientras pasaba la mano por la escalera, las paredes y, acariciaba todos los instrumentos que había en la linterna y que él, durante tanto tiempo, había manejado. Ese era el único momento feliz que le quedaba, las lágrimas salían silenciosamente por sus ojos brillándole las mejillas rojas de todo irlandés pueblerino pelirrojo típico de su raza.

El cielo se tornaba grisáceo y la lluvia comenzaba a discutirle la existencia de sus concretos, cuando en un cerrar y abrir los ojos pasaron los años y, un día quiso la casualidad que se acercara por allí el dueño de un parque de atracciones que al verlo, se quedó prendado de él. Le encantó la sencillez y la blancura de sus paredes. Pese que llevaba un negro intercalado en sus lados.

-Farito, vas a ser mío; pensó, quedarás precioso en la zona reservada a las atracciones acuáticas, dijo mientras observaba detenidamente toda la edificación. Sin pensárselo dos veces, bajó al pueblo y fue a la Comandancia de marina para solicitarlo.

-Pues sí señor, como iba diciéndole, su faro estaría de miedo en mis instalaciones infantiles. Si usted me lo vende, antes de que termine el invierno, lo desmontaré y lo volveré a montar en nuestra ciudad. Seguro que queda magnifico con su torre y su linterna bien limpia y brillante.

El comandante hizo las indagaciones precisas para podérselo vender y antes de dos semanas, el faro era propiedad de Don. Bosco. Un señor de edad avanzada sin llegar a lo senil; Ya no tenía frio ni miedo a las galernas ni dolores en su cuerpo. El clima cálido de su nueva ciudad le había secado todas sus vigas y ladrillos. Ahora sólo las risas de los chiquillos importunaban su descanso, pero eso a él no le importaba.

Don Bosco adaptó encima de los peldaños de su escalera un magnifico tobogán, por donde se deslizaban, con más comodidad y seguridad, ahora sin peligro ninguno, todos los niños que lo visitaban. Lo único que no consiguió arreglar fue la linterna, por lo que no volvió a dar luz por la noche.

Una tarde, unos ojos vivarachos le recordaron otros que él había conocido años atrás.

-Está igual que siempre ¡Cuánto hemos echado de menos en el pueblo al viejo faro! No te puedes imaginar la alegría que me has dado Mariana: ¡llevaba tantos años sin verlo! Este faro estuvo siempre unido a mi infancia y, si yo no hubiese sido tan desobediente, no nos hubiésemos ido a vivir al pueblo.

- Ya sabía que te iba a gustar mucho mi regalo de cumpleaños. En cuanto me enteré de que estaba aquí, no lo dudé ni un momento, pensé que debíamos venir a verlo.

-Es la mejor sorpresa que me han dado en mi vida. El faro escuchó la conversación perplejo. No lo podía creer. Tantos años separados y aquí estaba Marco mirándole embobado: ¡todavía se acordaba de él! Se había convertido en un hombre y aún le quería. Le había llevado siempre consigo como algo importante en su vida. Para él también había sido una gran sorpresa.

Marco traía de la mano a un niño que se parecía mucho a él.

-Papá quiero montarme en el tobogán.

-No le dejes Marco, pensó el faro atemorizado, acordándose de otros momentos vividos.

-Ven Pepito, quiero que sientas lo mismo que yo, cuando era tan pequeño como tú. Marco subió por las escaleras con su hijo y le colocó en la parte superior del tobogán.

A nuestro faro se le cortó la respiración mientras observaba como Pepito se deslizaba suavemente por sus curvas. Ahora se daba cuenta de verdad, de que Marco nunca le culpó a él de su caída. El niño por fin estaba en el suelo sano y salvo. Con su nuevo tobogán, no había que preocuparse. Los niños estaban seguros.

Todo comenzaba a dar marcha su paso y sin darse cuenta, la felicidad que le invadió fue como una descarga, como una corriente que subió por las paredes de concreto hasta la linterna y, sin saber cómo empezó a alumbrar tímidamente todo el parque. Después fue aumentando su intensidad, hasta que su luz llegó a iluminar toda la bahía, los acantilados de Moher comenzaba a tornarse como si fuera en épocas de navidad, llena de energía y vigorosidad.

Don Bosco no se lo podía explicar:

-No me lo puedo creer! hasta Parece mentira, he intentado durante varios años que la linterna iluminase el parque de distracciones y nunca lo he conseguido y, ahora, sin venir a mentir ilumina todo el vecindario. Es sorprendente!

Marco reconoció la luz que se desprendía de la torre. La había visto así muchas veces cuando era pequeño y algún barco, en noches de tormenta, llegaba a la costa sano y salvo, y sabía lo que significaba y como cosa representativa: era la forma que tenía su faro de recibir y dar la bienvenida a todos sus habitantes. Era su forma de expresar que, otra vez, había recobrado la alegría, la vitalidad y la luz a sus ojos.

Fin.

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NOTA: "Escenarios de Irlanda y los famosos acantilados de Moher".

-Olav A.-

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